Donde Eugène de Sans-Foy narra a la señorita Parsons las felices circunstancias de su compromiso matrimonial.
Lou, querida:
Créeme: estoy tan sorprendido como tú.
Cuando llegué a Bollington Court para la temporada del urogallo, la idea prometerme en matrimonio ocupaba en mi mente un lugar próximo a la de hacerme monje o pintarme las uñas de los pies.
Pero... ¡la vida toma sus propias decisiones!
Nunca ha habido secretos entre nosotros, darling (a excepción de aquel turbio asunto de la patente del descorchador de sidra) pero volvamos al tema.
Lo cierto es que habíamos pasado un sábado estupendo, matando bichos y peleándonos por los cadáveres. ¡Nada como una masacre indiscriminada para fortalecer el ánimo y la autoestima!
Es el tipo de cosas que hizo de nuestros antepasados los grandes hombres que fueron. (Claro que, ellos no se limitaban a matar aves) Lo cierto es que regresamos a casa pletóricos de energía animal.
Durante la cena, el clarete y el jerez produjeron su salutífero efecto calmante, y todo el mundo se sentía estupendamente. Todos. Incluída Mary Tipton, que parecía haber superado su etapa espiritista, sufragista y Hare-Krishna, para volver a la alegría mundana. Demasiado mundana, en realidad.
Cuando las señoras se retiraron de la mesa, creí haberme librado de sus atenciones, pero, a lo largo de la velada, percibí que su actitud hacia mí era, digamos, incómodamente amistosa.
Cuando me empujó dentro del cuarto de la plancha y empezó a forcejear con mis pantalones, comprendí que el cariz de los acontecimientos aconsejaba una retirada estratégica, así que salté por la ventana. Afortunadamente, era un primer piso, y justo debajo estaba el pequeño Morris del reverendo Foxtrott. Ya sabes, el azul. Es mejor que lo recuerdes como era.
No tuve tiempo de evaluar los daños: paralizado por el terror, pude ver cómo Mary Tipton se descolgaba velozmente por el canalón. En ese momento supe cómo se sintieron los belgas cuando los alemanes atravesaron impunemente el Mosa.
Por segunda vez en tan breve tiempo se me presentaba la oportunidad perfecta para una retirada estratégica. Cojeando, con el frac algo maltrecho, me escabullí entre los parterres como un zorro acosado y gané las escaleras. Minutos después, desfallecido, pero a salvo, cerraba la puerta de mi habitación.
¿Mi habitación? Sí, por supuesto... La tercera a la derecha. ¿O era a la izquierda?
Aquél sencillo camisón de gasa desplegado sobre la cama me dio la respuesta.
Una delicada voz de mezzo cantando “O Danny Boy” desde la ducha, confirmó mis temores.
¡Diantres! Me había metido en la habitación de la pequeña Bollington.
-Tranquilidad y firmeza, Eugène - me dije- Aún no ha sucedido nada irreparable.
Conteniendo la respiración y con los zapatos en la mano, me deslicé por el parquet en dirección a la puerta. La abrí sin ruido y me vi de nuevo en el pasillo. ¡Era libre!
-Buenas noches... Monsieur.
¡Maldición! De entre todas las criaturas con las que Dios, en su infinita sabiduría, ha poblado los continentes, las islas y los pasillos, ¿tenía que tropezarme precisamente con el reverendo Foxtrott?. Saludé con una reverencia y me encerré en mi habitación, a solas con mi conciencia.
-Eugène, muchacho... Después de esto, tendrás que casarte. Noblesse oblige... -dijo mi conciencia, que es así de redicha-
Se lo comuniqué a la interesada en el desayuno, mientras finiquitaba sus huevos con beicon:
-Precioso vestido, querida. Por cierto, uh... ejem... Estamos prometidos.
Me miró con esos enormes ojos de gacela, color de avellana, y pensé: -Caramba... Quizá no haya sido una tragedia griega, después de todo.
-¿Ah, sí? Hum... ¿Y cómo ha sido eso? –replicó, mordisqueando una tostada-
Se lo expliqué en pocas palabras, y sólo añadió un -“Oh, vaya”.
Bien mirado, no se lo tomó tan mal, vistas las circunstancias y todo eso.
Tampoco hubo tiempo para más. En ese momento, el reverendo Foxtrott, que nos devoraba con la mirada, se dirigió a la duquesa y le dijo: “Creo que estos jovencitos tienen algo que anunciar”. ¡Y eso fue todo! ¡Estamos prometidos!
Mary Tipton se desmayó, y todos los demás parecían tan felices que nosotros también lo fuimos, y así hemos seguido desde entonces.
Ah, l'amour... l'amour est un oiseau rebelle!
NEGROS NUBARRONES
Donde Lady Parsons se muestra escasamente optimista sobre el futuro de los contrayentes.
Eugéne, querido:
No recuerdo haber estado tan perpleja desde que Lord Stanford se hizo anunciar en Ascot como Lady Stanford.
¿De veras crees que estás preparado para dar ese paso?
Alguien que colecciona insectos muertos y comparte la vajilla con su perro no está en condiciones para el matrimonio.
¡Eugéne! Ni siquiera eres capaz de acercarte a un bebé. Recuerdo aquella vez que te dejaron a cargo del pequeño Fitzwilliams y acallaste sus insistentes llantos con un chorro de sifón.
En fin... Tendremos de aceptar lo irremediable.
Si me pides mi opinión, (No has tenido el detalle de hacerlo, pero te la daré, de todos modos) aunque estés decidido a inmolarte en el altar de Himeneo, Lady Bo no es la persona adecuada.
En mi reputado Peerage particular, la describo como rica por parte de padre, noble por parte de madre y tonta por parte de ambos. Algo a medio camino entre madonna prerrafaelita y mosquita muerta. No sé si me explico.
Claro que, si perseveras en tu compromiso... estoy dispuesta a darle una oportunidad:
Os espero a los dos en Parsons Manor para el Año Nuevo.
Te prometo que Mary Tipton no asistirá. Creo que está en el Continente, recibiendo algún tipo de consolation spirituelle.
No dejéis de venir, o Mamá Parsons se enfadará. Y ya conoces la simbiosis de pensamiento entre Mamá y tu tía Lady Raspa. (Sobre todo, en lo referente a testamentos y sobrinos desagradecidos).
Afectuosamente
Lou