Dejamos a Eugène de Sans-Foy en Bollington Court, residencia familiar de su prometida, sometido al chantaje de un pilluelo llamado Arnold Fitzwilliams.
-¿Milord?
-¿Sí, Porridge?
-Quisiera plantear al señor la conveniencia de cambiar de estrategia en el asunto Fitzwilliams, señor.
-¿Y eso?
-Ha rechazado la corona. Quiere una libra.
-¡Una libra! ¡Ese niño es un usurero!
-Del todo inaceptable, milord.
-¡De ninguna manera!
-Así se lo he manifestado, milord.
-Bien, Porridge... Supongo que esto es la guerra... ¿Estamos preparados?
-Con total seguridad, señor.
-Considérelo un asunto prioritario.
-Me pondré a ello de inmediato, señor.
Las últimas palabras de Porridge aliviaron algo mi inquietud. Le conozco lo suficiente como para saber que sus palabras son tan fiables como un pagaré de la Banca Rothschild.
Un tipo solvente, este Porridge.
Sólo había un detalle de las recién declaradas hostilidades que no acababa de convencerme, y era que Porridge asumía en ellas un vago papel de potencia aliada. El destinatario de las maniobras enemigas iba a ser yo y sólo yo.
Muy desagradable.
Allí estábamos: Sir Lancelot y su escudero Porridge, atrapados en el castillo del malvado Maleagant. Eso me hizo pensar en la Reina Ginebra... y en asentar mi espíritu con un buen trago de algo seco.
Escancié una generosa dosis y, cuando iba a llevármela a los labios, todo mi ser se estremeció como si hubiese pisado una anguila eléctrica: ¿Qué demonios...?
Sobre la dorada superficie del licor, flotaba lo que parecía un equipo de waterpolo en miniatura.
¡Moscas! ¡Maldita sea! ¿Es que ya no existen límites a la barbarie humana?
-¡Mire, Porrige! ¡Moscas!
-Muy cierto, milord. Éxodo, 8:20.
-Al parecer, ha optado por saltarse los piojos.
-Quizá no los haya encontrado frescos en esta época del año.
-¡Maldita sea, Porrige! ¡Tenemos que hacer algo! ¿Cuál es la próxima plaga?
-La enfermedad del ganado. Éxodo, 9:1
-Si él se ha saltado los piojos, nos saltaremos ésa. ¿Cuál es la siguiente?
-Sarpullido incurable.
-Suena espeluznante. ¿Cómo lo ve, Porridge?
-Déjelo de mi cuenta, milord.
El resto del día transcurrió apaciblemente. Arnold Fitzwilliams se mantenía a prudencial distancia, y la noche llegó para dar reposo a nuestras almas atribuladas.
La mañana empezó temprano, con el estrépito de la sirena de incendios. ¿La sirena de incendios? Me asomé a la ventana y ví al joven Fitzwilliams atravesar el parque ululando en dirección al estanque, y arrojarse en él.
Fue atendido por el jardinero.
-¿Qué te pasa, muchacho?
-¡¡¡Me pica -me pica -me pica -me pica -me pica....!!!
-¿Avispas? ¿Te has acercado a un avispero, chico?
-El joven Arnold interpretó una breve pantomima anfibia y regresó a la casa, dejando tras de sí un reguero húmedo.
-¿Ha puesto avispas en su ropa, Porridge?
-Nunca haría tal cosa, milord. Las avispas son peligrosas.
-No llegaremos a nada con tanto remilgo. ¿Qué le ha puesto, entonces?
-Rocié sus medias con un concentrado de ortigas.
-Bien jugado, Porrige.
La represalia del enemigo consistió en un torpe intento de apedreamiento con gravilla. Sólo alguien muy caritativo lo habría admitido como Plaga del Granizo.
Regresé a mi habitación con la certeza de que esta guerra no iba a durar. Le habíamos tomado la delantera.
Dice el poeta, no recuerdo cual, que nada es más arriesgado que el optimismo prematuro. Al entrar en mi habitación fui objeto de un caluroso recibimiento, en modo alguno cordial, por lo que parecía un enjambre de envoltorios de caramelo voladores.
¡Mantis! ¡Mi habitación parecía un servicio dominical de mantis religiosas!
Cuando pude quitarme de encima las tres o cuatro más belicosas, busqué a la puerta... y entonces, se apagó la luz.
-¡Ahí! ¡Ahí queda otra!
-Es un envoltorio de caramelo, milord.
-¿Está seguro de que las ha echado a todas? ¡No quiero volver a ver una mantis en mi vida!
-Langostas y Tinieblas... Dos plagas en una. Muy ingenioso, milord...
-Hay que acabar con esto, Porridge. Vaya a parlamentar.
Porridge abandonó la habitación mientras le gritaba las últimas directrices:
-¡Páguele la maldita libra! ¡Y dígale que me importa un pito si es primogénito o no! ¡Cuando le coja, le voy a retorcer el pescuezo con mis propias manos!
Conocí la respuesta en el desayuno.
-¿Le ha dado la maldita libra?
-Rechazó el dinero, milord.
-¡Maldita sea! ¿Qué quiere ahora? ¿Un saco de billetes y un coche en marcha?
-No quiere nada. Me estrechó la mano, milord.
Reconozco que aquel giro de los acontecimientos me sorprendió.
-¿Le estrechó la mano? ¿Y no tenía un escorpión dentro, o algo peor?
-Dijo que éramos rivales dignos de él.
-Me deja Vd. de piedra.
-No cabe duda de que el joven Fitzwilliams posee un espíritu deportivo, milord.
-Estoy gratamente sorprendido.
-Muy comprensible, dadas las circunstancias.
-¿Sabe? Estoy por considerar que esta historia ha tenido un final feliz.
Una última cosa, Porrige...
-¿Señor?
-Vigílelo.
-Como si me fuese la vida en ello, milord.
FIN
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