Donde Eugène de Sans-Foy ilustra a la joven Lady Parsons de los pormenores de su estancia en el Nuevo Continente.
7 de marzo
Querida Lou:
La vida en los Estados Unidos se parece bastante a un viaje en la montaña rusa: todo ocurre muy deprisa y tienes la sensación permanente de estar cabeza abajo. Por lo demás, tanto Porridge como yo nos hemos adaptado a las mil maravillas.
Echo de menos algunas cosas: mi adorada Bollington, el Bentley, el black pudding... y eso, por citar sólo las que empiezan por “B”. Pero no puedo negar que, comparada con Londres en invierno, la vida en Nueva York es una alegre y bulliciosa francachela.
Por un azar del destino, mi llegada coincidió con la triste noticia del fallecimiento de mi tio abuelo Sturgis, del que apenas nada supe en vida, salvo que era natural de la ciudad del mismo nombre, en Dakota del Sur. Al parecer, sufrió un desvanecimiento a las pocas horas de quedar finalista en un concurso de twist & swing; lo que no estuvo mal para veterano de la batalla de Gettysburg.
Por Goldschmidt, Jacobson & Abrahamovich, corresponsales americanos de Murchison, Murchison & Slotkins, supe que el tío Sturgis era poseedor de una pequeña pero sólida firma de cereales para bebés, “La Alegría del Lactante”, de la que, descontados impuestos, gestiones y zarandajas, me corresponde un jugoso pellizco.
Los señores Goldschmidt y Jacobson, de riguroso luto, me esperaban en el muelle, mientras el señor Abrahamovich regateaba con el taxista. Camino del hotel, firmé documentos suficientes para empapelar ambas Dakotas.
No es que nade en dinero, pero el barómetro mi situación financiera ha pasado, en menos que canta un gallo, de “Pluie ou Vent” a “Beau Temps”. Eso me ha permitido, entre otras cosas, reembolsar a tía Raspa las mil libras de las que la despojé de forma no del todo deportiva. Junto con el cheque, le he mandado una chuchería de Tiffany’s que espero contribuya a cicatrizar su ira.
24 de abril
Querida Lou:
Nueva York es el sitio más fantástico que puedas imaginar, sobre todo, si chapoteas en abundante fluido monetario. Siempre he encontrado poco caballeresca la preocupación por el vil metal, pero aquí nadie le hace ascos a hablar de dinero. De hecho, es muy difícil que hablen de otra cosa, a no ser que estén en un ring de boxeo; preferiblemente dentro.
Tampoco es de extrañar que así sea, porque, cuando tu situación financiera es desahogada, no hay forma de impedir que tu dinero produzca más y más dinero. Sin el menor esfuerzo por mi parte, me he convertido en feliz copropietario de un rascacielos en Lincoln Square, un teatro en Broadway y un pequeño restaurante italiano en Brooklyn, llamado “La Famiglia”. Soy también accionista de empresas tan dispares como la Anglo-Americana de Cereales Malteados, la Aseguradora de Aves de Corral del Medio-Oeste, el Emporio “King Salomon” de Ginecología y Obstetricia y la Compañía General de Tostadores Eléctricos de Boston.
Aunque tengo mis debilidades en materia de indumentaria, sabes que soy una persona de gastos moderados. Pues bien: durante el mes pasado compré un Cadillac descapotable, un pequeño balandro y una agradable madriguera en Park Avenue... y ni aun así logra uno deshacerse de los beneficios. No te queda otra que reinvertirlos, lo que se traduce en más dinero aún. Son como conejos en época de cría. Esto empieza a resultar una molestia.
Me pregunto si no debería imitar a Porridge, que introduce hasta el último dólar de su salario en un sobre con dirección a Pudding Point, Tipperary.
P.D. Acepta esa pulserita de pedruscos como muestra de mi entrañable afecto. No te preocupes por dar celos a lady Bo. Tendrías que ver la que le he mandado a ella. Parecen huevos de codorniz.
6 de junio
Querida Lou:
Mis quebraderos de cabeza han terminado. Ayer tarde, recibí la visita de Jacobson y Abrahamovich, (es de suponer que Goldschmidt fue el encargado de regatear con el taxista). Me informaron de los devastadores efectos de la caída de las importaciones chinas sobre mi extremadamente volátil equilibrio financiero. Supuse que lo de volátil se refería a las Aves de Corral del Medio Oeste, pero no quise preguntar.
A otro cualquiera, la sola visita de esos tres heraldos del infortunio le habría provocado una crisis nerviosa. Puedo asegurarte que yo les recibí sin mayor muestra de sorpresa o agitación. A ello contribuyó el hecho de que, durante la mañana, toscos operarios se habían presentado para incautarse del coche, el balandro y los muebles del apartamento. Es el tipo de cosas que te hacen barruntar que algo no va bien.
Mi situación ha pasado, a la velocidad del rayo, de la opulencia económica a la indigencia social. Porridge y yo hemos abandonado el apartamento muy temprano, antes de que alguien llame a la puerta con intención de apropiarse de la ropa que llevamos puesta.
Tras un vivificante paseo por el parque acarreando nuestras humildes posesiones terrenales, que incluyen un abrigo de entretiempo, una cafetera eléctrica y un pequeño retrato al óleo pintado por Grant Wood, Porridge y yo decidimos dar por concluída nuestra aventura americana. Regresamos a Inglaterra. Volvemos al hogar.
-No sé cómo vamos a pagarnos el pasaje, Porridge.
-Si me permite el señor, el pasaje corre de mi cuenta.
-¡Caramba! ¿Nada usted en dinero?
-He hecho algunas inversiones lucrativas, señor.
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