Donde Eugène de Sans-Foy relata a su buena amiga Lady Parsons su estancia en Bollington Court, residencia familiar de su prometida, la encantadora Lady Bo.
Queridísima Lou:
Te prometí una crónica exhaustiva de mi primera estancia en el solar de los Bollington, y lo que te envío es casi una novela de crímenes.
Te aseguro, querida, que la semana que he pasado con ellos ha sido más pródiga en incidentes que la última guerra zulú.
Bollington Court -no te ofendas- es más grande que Parsons Manor. Sus parques y jardines podrían alojar a toda la fauna del Serengueti, y hacerlo de forma que los animales sociales no tuviesen que frecuentar a sus parientes políticos. Honestamente, aquello es el paraíso. Y, como todos los paraísos, tiene su serpiente, que me fue presentada apenas bajé del coche:
-“...Y este tesorito es mi primo Arnold. Arnold Fitzwilliams”.
Me encontré frente un individuo pecoso, de mirada torva y baja estatura. Llamarle niño podría inducir a confusión. Niño es un sustantivo impropio para un fulano que ha aprovechado sus nueve años de existencia para adquirir las habilidades de un maestro, de un virtuoso en arte de fastidiar. Cuando le tendí la mano, se limitó a mirarme como un carnicero que sopesa una vaca en venta.
-¿Cuánto tiempo piensas quedarte aquí?
-Una semana, chiquitín.
-Te costará una corona. Puedes pagarme ahora.
-¿Pagarte? ¿Por qué?
-Es mi tarifa.
-Anda, picaruelo... Ayúdame con las maletas y te daré un chelín.
Sus ojos parecieron hundirse en la pizza pecosa de su cara, y algo decididamente incompatible con una sonrisa se recortó en la parte inferior.
Ya entonces debí imaginar que habría problemas con Arnold Fitzwilliams.
El resto de la tribu Bollington es apacible como un rebaño de hervíboros, si bien, por su conversación y hábitos, podríamos subdividirlos en ovinos y bovinos.
Lady Bollington encabeza el bando de las ovejas, mientras Su Señoría, el Muy Honorable Papá Bollinton, acaudilla al género vacuno.
Todo muy campestre. Ambos rebaños están compuestos por la habitual proporción de hermanos, hermanas y tías solteronas, con la adición de un par de individuos inclasificables que parecen estar allí desde tiempos de los Estuardo.
Desayunos copiosos, tés campestres y cenas de cuatro platos nos ocupaban la mayor parte del día. El resto del tiempo lo dedicábamos a admirar la campiña y a digerir como boas.
El primer tropezón en tan sosegada existencia se presentó inopinadamente en la soledad del baño. Sumergido en la bañera, me di cuenta de que el agua tenía un reluciente color carmesí, y yo flotaba en ella como un Marat recién apuñalado. Me llevé un buen susto.
Un pequeño tintero en el fondo de la bañera lo explicaba todo. Mi sistema circulatorio seguía satisfactoriamente estanco. ¿Cómo diantres había llegado allí?
Durante el segundo día, no ocurrió nada de interés. Gané quince peniques al bridge, lo cual es mucho en aquél geriátrico de tahúres. Un agradable paseo por la rosaleda con mi querida Bo me había dejado del mejor humor, y tras un baño sin incidentes, me metí en la cama.
Antes de hundirme del todo en el colchón, ya tuve la certeza de que algo no iba bien: no estaba solo.
Lo que quiera que fuese era pequeño, frío y condenadamente inquieto. Traté de hacer rápida memoria del tipo de serpientes venenosas que habitan en Shropshire, pero, antes de que mi atribulado cerebro llegase a alguna conclusión, mis piernas ya habían saltado de la cama. Levanté el edredón:
Ranas. Tres rollizas y verdes ranas, mirándome como si fuese un batracio particularmente odioso.
Había guardado silencio sobre lo del baño de tinta, pero aquél asunto de los anfibios tenía enjundia suficiente como para recurrir a Porridge.
-Veo la mano de ese monstruito en esto, Porridge.
-Es más que posible, señor.
-Ya sabe, Arnold Fitzwilliams, esa especie de comadreja con gorrita de tweed. Me pidió dinero cuando llegué aquí.
-¿Y milord no se lo dio?
-Me pidió una corona.
-¡Caramba!
-Eso mismo pensé yo, Porridge. ¡Caramba!
¿Qué cree que estará tramando ahora?
-Piojos, señor.
-¿Piojos? ¡En el nombre de Dios Todopoderoso! ¿De dónde ha sacado esa idea?
-Éxodo 8-16, señor.
-¿La Biblia?
-El Pentateuco, señor: las Plagas de Egipto. Primero, el agua se convierte en sangre, después, las ranas; en tercer lugar, los piojos...
-Pero ¿a qué clase de retorcido psicópata nos estamos enfrentando?
-A uno muy aventajado, milord. Me atrevería a sugerir que la tarifa de una corona puede no ser tan exagerada.
-¿En serio? ¿Vamos a tirar la toalla ante un mocoso de nueve años?
Porridge, noto picor en el pelo. Mire a ver si ve piojos.
-Ni rastro de ellos por el momento, señor.
-No es por el dinero... es por el principio. ¿Cuántas plagas eran?
-Diez, milord.
-¿Podría hacerme un resumen?
-Sangre, ranas, piojos, moscas, ganado muerto, pústulas...
-¡Pústulas! ¡Dios Todopoderoso, Porridge! ¡Traiga mi cartera!
-Sabia decisión, señor.
-Y traiga también una Biblia. Quiero leer esa parte donde aparece el Rey Herodes.
(Continuará el próximo viernes)
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