Donde conoceremos a un personaje clave en esta historia: Wilbur Porridge, amorosamente descrito por su tío y padrino, el reverendo padre McCaulin, cura párroco de Pudding Point, en el condado de Tipperary.
Escúchame bien, Wilbur Porridge:
Te conozco desde que me echabas a perder la sotana con tus pringosas babas de lactante.
Siempre me has caído gordo, Wilbur, porque eres el vivo retrato de aquél maldito tarambana de Malaquías Porridge, que Dios guarde donde Él guarda a los réprobos, a los sacrílegos y a los ingleses en general.
Mi pobre hermana Eyleen era una santa, pero la santidad, que irradia desde los Cielos, sólo le alcanzaba hasta el ombligo.
Eso explica que permitiera hacerle un hijo a aquél maldito tarambana, jugador y borracho de Malaquías Porridge, “el Jabonoso”, al que te pareces como si hubieras nacido de un esqueje.
Desde que aprendiste a sostenerte en pie, has encaminado tus pasos a dos únicas metas: la cárcel de Limerick y una plaza a perpetuidad en el infierno. Del primer sitio te he ayudado a salir por la bendita memoria de mi hermana. Cuando llegue tu día, ni el mismo San Patricio te sacará del segundo.
Escúchame bien, Wilbur Fineas McCaulin Porridge: no voy a ocuparme de tu alma negra, porque está tan condenada como la del mismísimo Oliver Cromwell; pero voy a darte la oportunidad de vivir de manera decente, comer con vino, llevar trajes de tres piezas y zapatos sin agujeros. Y lo voy a hacer porque creo que sólo la opulencia y la holgazanería pueden ralentizar el inexorable decurso de tu perdición.
Al dorso de estas líneas está la dirección en Londres de un caballero llamado Eugène de Sans-Foy. Se trata de un caballero de verdad, Wilbur, no uno de esos lechuguinos con pantalones a cuadros, que trabajan en la City y conducen carruajes a motor. Es un verdadero caballero y, por tanto, lo suficientemente inútil como para necesitar un ayuda de cámara que le vista, desvista, alimente y arrulle como a los capones de deán de Kilmacduagh.
Ése será tu trabajo: serás el valet de Monsieur de Sans-Foy. Serás su servidor y su guardián, su cocinero y su chófer. Te interpondrás entre él y todas las incomodidades y peligros de este mundo, y lo harás por tres libras y doce chelines a la semana, domingos libres y la tarde de un jueves de cada dos.
Si cumples con tu cometido, sobrino, podrás engordar respetablemente y regresar un día a Pudding Point, donde te casarás con la O’Raferty más pecosa y pelirroja que encuentres, y criarás tu propia piara de cerdos y tu propio rebaño de hijos, como el buen cristiano irlandés que eres. Al menos, por parte de madre.
Si no lo cumples... Si recurres al embuste, la argucia y el embeleco, porquerías más propias de un saltimbanqui jugador y borracho como tu padre... no tendrás que preocuparte por la cárcel. No iras a la cárcel ni a ningún otro sitio en esta tierra, Wilbur, porque yo mismo iré a buscarte y te mataré a palos con mi garrote de endrino.
Sabes que lo haré. Por la Santísima Trinidad que lo haré, como me llamo Fergus Murtagh McCaulin.
Amén.
ADIÓS A TODO AQUELLO
Donde Wilbur Porridge se despide de su tio paterno, Seamus Padraig Porridge, con el el que siempre estuvo en mejor sintonía espiritual.
Querido tío Seamus:
Lamento que nuestros esfuerzos por convertir el juego de cartas en un esparcimiento honesto entre caballeros hayan acabado tan abruptamente.
La culpa fue mía. Nada debí objetar a aquel full del sargento Flanagan, y menos, apelando al insignificante tecnicismo de que los tres ases eran del mismo palo.
El tío Fergus, al que llamamos cariñosamente “el Cuervo”, se ha propuesto llevarme por el buen camino y me ha proporcionado un empleo en Londres. Creo que será buena idea cambiar de aires.
Le ruego recupere mis objetos personales, que habrán de serle devueltos por el sargento Flanagan: la tabaquera de peltre, la medalla de San Columba y la cartera de piel de tiburón con doce libras, veintitrés chelines y dieciseis peniques.
Debajo de la baldosa de costumbre, junto a la mesilla de noche, encontrará los útiles de la profesión: seis barajas de cartas nuevas y otras tres ‘aparentemente’ nuevas, a las que no dudo sabrá sacar provecho.
También hay un revólver mohoso, que no voy a necesitar, y un librito con tapas de hule donde constan las deudas de la clientela. Tráteles con la cortesía habitual.
Si el dueño de “La Sirena Varada” se hace el remolón, bastará con que se ofrezca a anunciar la deuda a su encantadora esposa.
Despídame de Sally, la camarera. Es una buena chica. Si llora, puede ofrecerle una guinea, dos como máximo. No le dé tres ni aunque le sumerja en llanto hasta a las rodillas.
Suyo afectuoso,
Wilbur Porridge