Donde la joven Lady Parsons hace saber del lamentable estado de inanición en el que se encuentra toda su estirpe.
Eugène, estoy desesperada: tienes que mandarme aquí a Porridge en el tren de las doce.
Sólo así llegará a tiempo para evitar el desastre.
¡Oh, Eugène, no sabes lo que ha sido esto durante la última semana!
Mrs. Muffwater, nuestra cocinera, ha entrado en ignición. Nadie sabe bien cómo empezó. Creo que uno de los camareros novatos le fue con un comentario displicente de Lady Cheddar sobre su pastel de hígado y cebollas.
¡Lady Cheddar, esa vieja obtusa que no sabría diferenciar unos oeufs Richelieu de un cesto de higos chumbos, se permitió criticar la Joya de la Corona del recetario Muffwater! ¡El pastel de Hígado, cuyos arcanos le han sido transmitidos por línea materna desde los lejanos días del Parlamento Largo!
Eso ocurrió el lunes. Desde entonces, nos alimentamos de té y huevos duros.
Nadie se ha atrevido a bajar a la cocina, porque, ponerse delante de los ojos de Medusa de la cocinera sería arriesgarse a que anuncie su dimisión... Y antes de que eso ocurra, sería preferible ver arder Parsons Manor en gozosa y apocalíptica pira.
Pensarás que alguien tan solvente como McGrog, el mayordomo, se basta y se sobra para resolver semejante minucia... Si le vieras ahora, perderías toda esperanza: su ojo izquierdo irradia el fatalismo de un hombre superado por las circunstancias. No podemos saber lo que irradia el ojo derecho, porque lo mantiene cubierto con un filete de ternera.
Mañana, sábado, tendremos aquí a cenar a los Príncipes de Liechtenstein. ¿Te lo imaginas, Eugène? ¿Tendré que encargar pastel de riñones y una pierna de cordero en “El Pollo y la Anaconda”?
Estoy tan desesperada que no veo otra solución que Porridge. Porridge o el fuego purificador.
Puedes decirle que se lo he comentado a McGrog y ha asentido dolorosamente. No sabes cuánta desesperación puede expresar este hombre con un solo ojo.
TESEO Y EL MINOTAURO
Donde Wilbur Porridge, valet de Monsieur de Sans-Foy, agradece a su tio Seamus, de Pudding Point, Tipperary, su inapreciable ayuda en la resolución de la presente crisis.
Querido tío Seamus:
Lo primero, agradecerte la prontitud de tu respuesta.
Tu telegrama fue para mí como un rayo de luz en mitad de la noche.
“Servir cabeza vieja bandeja plata, stop”.
No se puede ser más claro por cinco chelines.
Cuando llegué a Parsons Manor, la oscuridad reinaba en la planta noble y sus habitantes rondaban por los corredores como almas en pena. El viejo Lord, royendo unas galletas rancias en la soledad de su gabinete, era la viva imagen de la desolación.
Decidí coger el toro por los cuernos y me encaminé hacia la cocina sin más dilación.
Si hablamos de la señora Muffwater, lo de “coger el toro por los cuernos” tiene poco de metáfora. Al adentrarme en sus cavernosos dominios, tenía la misma flojera en las rodillas que aquel tipo, Teseo, en el laberinto del Minotauro.
Crucé el umbral de la cocina, y allí estaba ella, mirándome con ojos de fuego.
-Señora Muffwater: su honor ha sido ofendido y debe ser vengado. He venido hasta aquí para asegurarme de que así sea.
Mis palabras parecieron desconcertarla. Poco a poco, el brillo de su mirada fue tornándose menos homicida, y asomó a sus labios algo remotamente parecido a una sonrisa.
Los demás miembros del servicio fueron asomándose desde sus madrigueras y pronto la casa entera bullía en un paroxismo de energía culinaria.
Los Príncipes fueron recibidos con la oportuna pompa de una corte oriental, y el comedor de gala ardió en destellos de plata vieja y cristal de Bohemia.
Lady Cheddar, tan reseca como siempre y rebozada en diamantes como un calamar a la romana, fue colocada a la izquierda del Príncipe, pues, pese a tener el estómago de un moribundo, su conversación viperina y su conocimiento del Peerage no tienen competencia en los Dos Reinos.
La tradición familiar establece que a Lady Cheddar le sean servidas diminutas porciones del menú, cuidando de que éste no contenga demasiadas grasas y, bajo ningún concepto, carne de aves ni marisco.
El menú de la cena, cuidadosamente seleccionado por Mrs. Muffwater, consistió en:
Langouste en Bellevue
Écrevisses à la Armoricaine
Homard à la Newburg
Poularde de Bresse Périgourdine y
Foie Gras frais à la gelé de Porto.
Esquivando sus disimulados intentos de clavarme el tenedor, me aseguré de que le fueran servidas generosas porciones de todo ello.
Ni siquiera la buena crianza es báculo firme para engullir del plato semejantes dosis de crustáceos. El ánimo desfallece y busca en el vino la fortaleza que le falta.
Conscientes de ello, tanto el Côtes de Beaune como el Margaux y el Sauternes llegaban de la cocina a su copa reforzados con ginebra de garrafón.
Hasta aquí, todo marchaba según lo previsto, pero los dioses tienen leyes secretas que los mortales desconocen: al parecer, existe un entente siniestro entre la dieta de marisco y el licor sin refinar, al menos, por lo que a Lady Cheddar se refiere. No sólo engulló la cena como un estibador, sino que, a los postres, comenzó a dar muestras de inusitada vivacidad en alguien que ya era vieja y achacosa en vida de la Reina Emperatriz.
Comenzó por reírse estentóreamente de los comentarios del Príncipe. De ahí pasó a llamarle “Viejo Patillas”, lo que pareció caer en gracia a Su Alteza. No así a la Princesa, cuya ceja izquierda fue elevándose hasta alcanzar casi la vertical.
Cuando las damas se levantaron, Lady Cheddar se repantingó en su silla, encendió un cigarro y dijo algo así como “que se vayan estas pipiolas. Así podremos hablar de cosas serias”, y pidió “una botella de brandy y unas cartas sin marcar”.
Los criados no volvimos a ser requeridos, de modo que no puedo facilitar detalles de lo que allí ocurrió, pero las risotadas del Príncipe podían oírse desde la cocina.
Las cosas habían tomado un sesgo imprevisto y ya dudaba de que nuestros planes fuesen coronados por el éxito, pero, cuando los Príncipes abandonaron la casa, Lady Cheddar hubo de ser llevada discretamente a sus habitaciones sobre una puerta, lo que, en palabras de Mrs. Muffwater, fue “poner a la vieja en su sitio”.
Te envío veinte libras para invertir en nuestro pequeño negocio, y cinco más para tu peculio particular.
Tu afectuoso sobrino,
Porridge.
TE DEUM LAUDAMUS
Donde la joven Parsons hace un feliz epílogo de lo sucedido.
Eugène, querido:
Sólo tengo tres cosas que decirte: ¡gracias, gracias, gracias!
El brote jacobino de Mrs. Muffwater se ha resuelto de una manera que ni en mis mejores sueños pude imaginar.
La llegada de Porridge pareció amansarla por arte de birlibirloque, y nos ofreció una cena como nadie recordaba desde los felices días del Rey Eduardo.
Sólo te diré que, esta mañana, a la hora del desayuno, ha aparecido el Jefe de Correos de Parsonsville, embutido en su uniforme de gala con olor a naftalina, para entregar un telegrama del Primer Lord del Almirantazgo, en el que “en nombre de Su Majestad, felicita a sus queridos primos Lord y Lady Parsons por la hospitalidad ofrecida a Sus Altezas los Príncipes de Liechtenstein; digna muestra de la excelente sintonía entre nuestros respectivos países”.
Papá está encantado, y mamá se ha recuperado como por ensalmo de una jaqueca que amenazaba con durarle un lustro.
Es una pena que tía Cheddar no haya podido enterarse, pero papá la ha facturado por vía urgente a la isla de Jersey, en la esperanza de que la brisa marina obre un milagro sobre su lamentable estado de salud.
Ese Porridge es un tesoro. Cuídalo bien.
Siempre tuya:
Lou.