Donde Eugène de Sans-Foy manifiesta a la joven Lady Parsons ciertas desavenencias de índole doméstica.
-“Lamento informar al señor de que me es imposible permanecer bajo el mismo techo que los pantalones del señor”.
¿Puedes creerlo, Lou? ¡Porridge se ha despedido! ¡Así! ¡Sin la menor consideración para con mi bienestar físico y espiritual! Estoy persuadido de que la Civilización Occidental atraviesa sus días postreros. No hay respeto, no hay dignidad, no hay valores sagrados.
En fin, Lou... no te negaré que me encuentro algo decaído. Esta tarde he ido a prepararme un reconstituyente y no he sido capaz de encontrar los vasos ni el sifón. Afortunadamente, el whisky estaba en el lugar de costumbre, pero he tenido que servírmelo en un jarroncito de Sèvres.
Páramos de soledad, mustio collado... Mi vida es un infierno.
Todo comenzó la semana pasada, cuando salí a disfrutar de la tenue caricia del sol invernal. Cruzando Saville Row, me tropecé literalmente con él: con el pantalón, quiero decir. Es un pantalón a cuadros, corte sportsman, con dobladillo. Puede que los cuadros sean grandes y los colores algo chocantes para el deán de Canterbury... pero ningún caballero menor de cincuenta que haya frecuentado los hipódromos, las regatas y los campos de golf podría sustraerse a sus encantos.
Entré con ellos puestos en el Buzzy Bugs’ y recibí frenéticas muestras de admiración, con la sola excepción del idiota de Pickle-Pinkerton... pero ya sabes que Freddy es la envidia hecha pecas.
Porridge disfrutaba de su tarde libre. Al regresar a casa, se encontró los pantalones sobre la cama, esperando sus minuciosos cuidados.
-Temo que la lavandera ha sufrido una confusión, señor. He encontrado una prenda que no pertenece al señor.
-¿Se refiere quizá a mis nuevos pantalones a cuadros? Demoledores, ¿no cree, Porridge?
-(...)
-¿Ocurre algo, Porridge?
-(...)
Permaneció el resto del día sumido en un hosco silencio.
Mientras me servía la cena, la tensión podía cortarse con el cuchillo del pan. Y cometí el error de volver al tema, con las fatales consecuencias que ya conoces: “o los pantalones, o él”.
Ya comprenderás que un caballero no puede ni debe aceptar imposiciones de sus subordinados, así que no me quedó otra que desearle mucha suerte en la vida y ofrecerle excelentes referencias.
Oh, Lou: tengo una lata de lengua en salsa para cenar, y ni siquiera sé cómo diantres se abre.
Mañana llegará el sustituto que me envía la agencia. Cruzo los dedos para que sea mejor que los tres últimos.
LA CURIOSIDAD TIENE EL CUELLO LARGO
Donde Wilbur Porride se sincera con su amigo y colega Angus O’Flagherty, Secretario Segundo del Club Ganímedes, al que pertenecen los más conspicuos miembros de la profesión de Mayordomo y Ayuda de Cámara de la Metrópoli y sus dominios de ultramar.
Querido Angus:
Me complace informarte de que mi situación profesional en casa del caballero Sans-Foy ha vuelto a la normalidad, y ello se ha producido sin menoscabo alguno para la dignidad de nuestro respetable oficio.
Recibí una carta de la joven Lady Parsons en la que me comunicaba la desaparición del casus belli que me separaba de mi señor. El asunto, al parecer, fue como sigue:
Milord pasó toda la semana bajo el influjo diabólico de aquellos malditos pantalones. Los exhibió en el Club, los exhibió en la City, los exhibió en St. James... y no quiero confirmar si llegó a ponérselos en la Catedral de San Pablo.
Como dice siempre mi tío, el padre McCaulin, “el demonio es generoso con quienes le idolatran, pero, si el camino es dulce, el destino es amargo”.
Lucifer estuvo particularmente inspirado el sábado por la mañana, pues sólo así me puedo explicar la concurrencia en el mismo punto y a la misma hora, de los pantalones de milord, con milord dentro, y una cabalgata del Circo Barnum, que, según me cuentan, incluía acróbatas a pie y a caballo, y diversas especies de cuadrúpedos de la fauna asiática y africana.
Pasaron los caballos y todo fue bien. Con los camellos y los dromedarios tampoco hubo novedad. Llegó el turno a los elefantes, para regocijo de la chiquillería... Sin incidentes dignos de mención. Pero, hete aquí que, cerrando la cabalgata, venía una jirafa. Una jirafa hembra de seis años, de nombre Penélope, por más señas.
Dice el poeta persa que, “a menudo, los animales cumplen más fielmente que los humanos los designios del Hacedor”.
No sería descabellado aventurar que fue el Hacedor quien persuadió a Penélope de que tales pantalones no eran algo que una jirafa decente pudiese pasar por alto.
Primero se detuvo, como sorprendida. Después bajó su gran cabeza y observó a milord de hito en hito.
He tenido el placer de conocerla personalmente y te aseguro, amigo mío, que tiene las pestañas más arrebatadoras que he visto jamás, por lo que el privilegio de su mirada es algo que sobrecoge a un alma sensible.También es verdad que esos ojazos te miran desde un pedestal de 14 pies de altura y 2.000 libras de peso, así que el encanto de su mirada no está del todo exento de intimidación.
Lo cierto es que Penélope se detuvo en seco y seleccionó a milord de entre el público, acercando su rostro al suyo con las más efusivas muestras de reconocimiento. Milord aguantó el tipo galantemente, como corresponde a un caballero. Al menos, hasta que la jirafa empezó a lamerle el rostro con una lengua del tamaño de un bate de cricket. Sólo entonces optó por retroceder discretamente parque a través.
Se puede competir ventajosamente con una jirafa en agilidad verbal y juegos de manos, pero intentar correr más deprisa es un esfuerzo destinado al fracaso. Toda una generación de infantes londinenses recordará la alocada carrera a traves de Hyde Park del caballero de pantalones a cuadros perseguido por la jirafa.
No quiero extenderme en detalles innecesarios, pero la conclusión de tan singular evento se tradujo en el más profundo aborrecimiento por parte de milord ante cualquier persona, animal o cosa estampada a cuadros.
El cuidador de la jirafa me cobró veinte dólares por el trabajo, que al cambio hacen casi dos guineas, pero estarás conmigo en que un animal que es capaz de memorizar una cara por una simple fotografía, y reconocerla luego entre la multitud, no merece que le regateen el salario.
La familia Giraffidae tendrá siempre en mi corazón un lugar preferente entre el vasto Orden de los artiodáctilos.
Tuyo Affmo.
Wilbur F. M. Porridge.
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