lunes, 23 de diciembre de 2024

EL REGRESO DE PÉRFIDUS

 

El Syphilis Saloon de Pottawatomie Creek ha cambiado bien poco en estos años. Tampoco se ha limpiado gran cosa. Los grandes espejos colocados tras la barra no resistieron las alegres balaceras electorales, y han sido sustituídos por afiches de actrices de moda, que muestran impúdicamente sus tobillos a la habitual patulea de mineros, buscavidas, mormones y buscavidas mormones.

Moses Slotnik y su hermano Mordecai han conseguido mantener abierto el negocio entre las sucesivas fiebres del oro y descargas de plomo. No son más ricos ni más honrados, pero ambos se han hecho viejos. 

Tres incendios, dos estampidas y un ataque indio han distraído algo a sus habitantes, pero el recuerdo de Pérfidus Bocarte McFoster nunca ha abandonado el pueblo. Esta tarde, cuando la silueta del viejo Ripper y su jinete se recortaron sobre el horizonte, todos supieron que la Tierra había dado otra maldita vuelta de ciclo.

No hubo mestizos huérfanos que amarraran al penco, triste despojo de su antigua gloria. Las botas de McFoster golpearon el suelo polvoriento como cadáveres de cuervos, y las espuelas tintinearon fatigosamente sobre las escaleras del Saloon. El negro escupitajo de tabaco no cayó sobre el perro, sino que alcanzó la escupidera con suficiente fuerza como para hacerla orbitar un rato sobre sí misma. Pérfidus se sentó.

Pasaron unos instantes sin que ni Moses, el camarero, ni Mordecai, el pianista, ni ninguna de las negras almas con forma de parroquianos palurdos acodados en la barra se atreviese siquiera a respirar. El sonido de un moscón atravesó la sala para volver decepcionado al sucio establo del que había salido.
Pérfidus McFoster se levantó de la silla y se acercó a la barra.

-Me gustaría tomar un maldito bourbon, si es que tiene.

Moses descorchó la botella, y sólo su larga práctica en el oficio y la medicación para el delirium tremens obraron el milagro de que no derramara una gota fuera del vaso. McFoster se lo llevó a los labios y bebió. En ese instante, Mordecai recobró el control sobre sus falanges y comenzó un tímido caracoleo sobre el teclado.

No hubo más palabras, no hubo torvas miradas, gestos ni ademanes. Pérfidus siguió bebiendo despacio, con la mirada perdida entre el polisón y las enaguas de las actrices pintadas.
El Saloon fue recuperando la respiración y llegaron a oírse algunas conversaciones y hasta risas de los parroquianos que no sabían quién era Pérfidus Bocarte McFoster, el inmoderado asesino, descuartizador y réprobo del Estado de Kansas.

El color granate de su cara y el hecho de que sus ojos asomasen desaforadamente de sus órbitas indicaban que Moses Slotnik estaba a punto de decir algo:
-Hace tiempo... que no... le veíamos por aquí.
-Diez años -respondió Pérfidus, sin quitar la vista del polison-
-¿Ha estado...f-fuera?
-He estado en la cárcel.

Mordecai, más atento a la conversación y al 44 Russian de McFoster,  perpetraba una versión particularmente libre del Lamento del Cowboy.
Pérfidus señaló el vaso y Moses volvió a llenárselo con algo más de calma.

En aquél momento, las puertas del Syphillis Saloon se abrieron de par en par y dejaron paso al más desordenado, caótico y ruidoso trío de barbudos que haya asaltado un salón en día de paga. No parecían mineros: llevaban trajes de ciudad, pero tan polvorientos y raídos que se diría que habían cruzado el Rock Canyon cabalgando unos sobre otros.

Aldaman, McKoldo y Ábalous entraron al Saloon vociferando entre grandes risotadas, mientras arrastraban un sucio baúl que casi parecía un ataúd.

-¡Ja, ja, ja! ¿Qué me decís ahora? ¿Estaba o no estaba donde lo dejé? -dijo Aldaman, apartándose de la boca sus polvoriantas barbas.
-Vamos a repartirlo -dijo McKoldo- ¡Pero antes tomaremos unos tragos!
-Os diré lo que haremos, -dijo Ábalous, que era claramente el más correoso de aquellos tres truhanes- Hemos pasado suficiente tiempo entre rejas por esconder dinero: no quiero cabalgar con mi parte a cuestas por el desierto, ni aunque me proteja ese pájaro de McFoster.
-¿Y qué quieres? -dijo McKoldo- ¿gastártelo en carne, como haces siempre?
-No. Quiero una vida tranquila: vamos a comprar el pueblo. Aldaman se quedará el banco, tú el hotel, y yo, el Saloon.
-Más despacio, amigo, -dijo Moses, el camarero- El Saloon no está en ven... -La palabra murió en sus pringosos labios, porque Ábalous había levantado la tapa del cofre, y el brillo del oro había teñido el local y a los parroquianos del dulce color de los sueños.
-¡La madre que parió a Paneque...! -Eso lo dijo Mordecai, cerrando de golpe el piano. Su hermano Moses se había convertido en una gárgola boquiabierta, demasiado pétrea para emitir sonido alguno.

Apenas unas horas después, el Saloon seguía oliendo igual, pero los personajes habían cambiado de sitio: Aldaman, McKoldo y Ábalous vestían los trajes de los antiguos dueños, que no eran exactamente de su talla, pero tenían la ventaja de no estar hechos andrajos. McKoldo servía whisky a los parroquianos -Hoy invita la casa, pero no os acostumbréis- mientras los hermanos Slotnik, muertos de risa, arrastraban sendos baúles hacia la puerta.

Solo Pérfidus McFoster permanecía silencioso en el mismo lugar.

-Bueno, Bocarte... -dijo Moses- ¿te quedas con los nuevos amos? ¡Aquí te vas a hartar bourbon gratis!

McFoster se levantó despacio y pasó junto a Moses, agachado junto a su baúl. Le escupió en la frente su negra mascada de tabaco. Las espuelas tintinearon y Pérfidus salió del Salóon, perdiéndose en la noche. El galope de Ripper fue lo último que supieron de él.

Secuela de un viejo relato navideño intitulado "PÉRFIDUS... A CHRISTMAS CAROL"

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