lunes, 21 de febrero de 2022

ROMANCE DEL LLOROSO

Réplica de Fray Josepho a mi romance de ayer. 

Uno y otro fueron escritos allá por 2011, cuando yo publicaba en LA GACETA.
El tiempo pasa, pero la amistad permanece; y el odio, más.

Vayan a hacer pis primero, que, en esto de los romances, cuando el fraile hace 'pop', ya no hay stop:


De Sotoluengo de Nava
a Burguillos de la Higuera,
en este otoño benigno,
iba yo por una senda.
Había salido al campo
a apañar algunas setas
para mezclarlas con huevos
e ingerirlas en la cena.
Marchaba tarareando,
con mi cayado y mi cesta,
eso de “Soy un truhán”,
que cantaba Julio Iglesias.
El tibio sol de noviembre
se estrellaba en la floresta
y se oían desde lejos
esquilas de las ovejas.
¡Campo otoñal y sensible
de la castellana tierra,
que te entras hasta la hondura
del corazón que pasea!

En esto, tras un recodo,
según se escupe, a la diestra,
me encontré un tipo sentado
en lo alto de una peña.
Lo tomé por un pastor
aunque, mirado de cerca,
le vi más bien unas trazas,
por sus ropajes horteras,
de chupatintas urbano,
raspando la clase media.
Dejé de canturrear,
porque me daba vergüenza
soltar gorgoritos lánguidos
ante personas ajenas.

El individuo tenía
inclinada la cabeza,
vencida sobre los pechos,
como quien medita o piensa.
Entonces, de su garganta,
llegaron a mis orejas
unos profundos sollozos
de desconsolada pena.
Vi que un reguero de lágrimas,
resbalando por la peña,
había formado un charco
bastante grande en la tierra.

“Buen hombre, ¿le pasa algo?”,
pregunté con gentileza.
“¿Se ha extraviado, por ventura?
¿Precisa de mi asistencia?”
El hombre sorbió sus mocos
(dos descomunales velas)
y, sin dejar de gemir,
alzó un poco su cabeza.
“No es nada”, dijo entre hipidos.
“Gracias por su deferencia”.
Y, acto seguido, a las lágrimas
volvió a darles rienda suelta,
de una forma totalmente
semejante a una manguera.

No sabía si marcharme,
dejando con su llorera
a aquel tipo tan extraño...
Pero mi benevolencia,
mi piedad y mi hidalguía
desecharon esa idea.
“Deje de llorar, señor,
seque sus lágrimas tercas
y cuénteme usted sus cuitas,
que quien habla se consuela”.




El hombre, un poco extrañado
por mi trato y mi llaneza,
dejó un instante de hipar
y algo tocó su conciencia,
porque esbozó una sonrisa
angustiada y macilenta.
“No sabe usted, paseante”,
me dijo con voz enteca,
“qué reconfortante es
poder hablar con cualquiera”.

“Hable, buen hombre, sin miedo.
Que en el alma del poeta
la voz de la pesadumbre
es siempre una voz gemela”.

Algo en la frase que dije
removió sus entretelas,
porque, tras secar sus lágrimas,
me miró con gran fijeza.

“¿Poeta es usted, ha dicho?”

“Pues sí”, le aclaré, “Poeta.
Desde la cuna lo he sido,
y lo seré hasta la huesa”.

“¡Oh, casualidad extraña!
¡Oh albur de la Providencia!
¡Oh, chamba de la Fortuna!
¡Oh increíble contingencia!”,
exclamó el llorón de marras
con grande prosopopeya.

Yo también, no he de negarlo,
me extrañé de su extrañeza
y le pedí sonriendo
que mi duda resolviera.

“¡Hermano!”, me dijo, “¡Hermano!”
y se bajó de la peña
y me abrazó con estima
que parecía sincera.
“¡Hermano!”, dijo otra vez.
“¡Yo también soy un poeta!
¡Por fin puedo hallar a alguien
que mis angustias entienda!”

“Pues sí resulta asombroso
hallar por aquí un colega.
Pero dígame, señor,
¿a qué se debe su pena?”

“Yo soy Monsieur de Sans-Foy,
quizá mi nombre le suena.
Hago versillos satíricos
y publico en LA GACETA”.

“Afortunado es usted,
que no es propicia esta época
para publicar los versos
y, cuanto más, en la prensa.”

“Cuánta razón tiene, hermano.
Mas deje que le refiera
la causa de mis gemidos
y la razón de mis quejas.
El caso es que cuando escribo
cada tarde mis poemas
los tengo por creaciones
maravillosas y excelsas.
Ya sabe usted que los vates
nos hinchamos de inmodestia
y a una brisilla de nada
le llamamos ventolera.
Pues bien, me creía yo
un bardo de gran solvencia,
un juglar de jerarquía,
un trovador de grandeza.
Me ponía ante el espejo,
con jactancia y suficiencia,
con narcisismo pomposo
y con marcada soberbia,
y decía: ‘¿Hay otro vate
más meritorio que el menda?’
Mi espejo no respondía,
y en la falta de respuesta
yo interpretaba, altanero,
que negaba que lo hubiera.
Hasta que hace dos semanas,
una tarde como esta,
en que yo había pimplado
varias copas de ginebra,
le hablé al espejo y le dije,
con voz confusa y espesa:
‘Espejo, espejito mágico,
dime la verdad, no mientas:
¿hay en el mundo persona
con mis dotes de poeta?’
Y el espejo respondió.
¡Mejor que no respondiera!
Me dijo: ‘Sí, sí los hay,
por lo menos diez docenas.
Quizá más, porque son tantos
que ya he perdido la cuenta.
Permíteme que te diga,
Monsieur, por si no te enteras,
que tú eres bastante malo,
concretamente, una mierda.
De los que entran en tu blog
hay varios que te superan.
Y sobre todo, te digo,
porque quiero que lo sepas,
que el más grande entre los grandes,
el más excelso poeta
no es otro que Fray Josepho,
a quien debe nuestra lengua
las más brillantes estrofas
y los más grandes poemas’.
Y mi espejo se calló.
Y así estoy yo, desde aquella,
llorando como un chiquillo
y como una magdalena.
Porque es que tiene razón:
que fray Josepho es la pera
y, por más ganas que pongo,
siempre me moja la oreja.”

Y diciendo tales frases,
la llantina que regresa,
y las lágrimas de nuevo
que gotean en la tierra...
Decidí dejarlo allí
sin revelarle mis señas.
Me callé como una puta
por no aumentar su tristeza.
“Perdone, buen hombre, ¿sabe?
He de dejarlo: me esperan.”
Y puse tierra por medio,
con mi cayado y mi cesta,
y seguí por el sendero
a ver si encontraba setas,
canturreando, a mi estilo,
la canción de Julio Iglesias:
esa de ‘Soy un truhán’
seguro que la recuerdan...



6 comentarios: