viernes, 29 de noviembre de 2024

III. EL ZORRO EN EL GALLINERO



Donde Monsieur de Sans-Foy plantea ciertas reticencias a Lady Parsons sobre su círculo social.

¿Cómo has podido, Lou? ¿Cómo has podido asestarme un golpe tan bajo?
Invitar al primo Horatius a Parsons Manor es de una perfidia que avergonzaría al Rey Herodes.
¿Cómo has podido invitarle al torneo de croquet, estando ahí mi tía, Lady Raspa?
¿Es que no sabes que Horatius corretea tras su herencia como una hiena tras un bistec atado a un palo? 
Llevo demasiados años aguantando a la maldita bruja, para dejar ahora que un niñato inmoral que sólo piensa en el dinero me sustituya en su duro y tres veces infartado corazón.

Además... Horatius me odia. Es rencoroso y carece del noble espíritu deportivo que ha sido la divisa de nuestra familia desde que Godofredo el Tarambana le metió aquella lagartija en la armadura a Guillermo el Conquistador.

Recordarás que, la última vez que estuvo en Londres, se instaló a mi costa en “Los Alegres Zumbones” durante casi un mes...
Los muchachos y yo no encontramos otra forma de librarnos de él que aprovechar una de sus cogorzas y facturarlo en paquebote rumbo a Ciudad del Cabo. 
Un barco precioso. Cualquier gaznápiro de su edad habría apreciado el gesto... ¡Pues no! Ahí lo tienes. De vuelta, y en pie de guerra.
Muy bien. Él se lo ha buscado.

Lamento que te pongas de su parte. Y te advierto que cualquiera que se interponga entre mi natural caballeresco y las 15.000 al año de tía Raspa, se está metiendo en un avispero. Arrieritos somos.



CUANTO MÁS CONOZCO A LA TÍA, MÁS QUIERO A SU PERRO

Donde Wilbur Porridge, recientemente ascendido a la dignidad de ayuda de cámara de Monsieur, ilustra a su tío Seamus de la naturaleza de sus quehaceres.


Querido tío Seamus:

La pasada semana tuve el honor de acompañar a Monsieur al famoso castillo de Parsons Manor. La iglesia parroquial de Pudding Point, con su cementerio anexo, cabría perfectamente en el vestíbulo, y aún sobraría sitio para el pub de O’Raferty y el almacén de patatas.
Me adapté bastante bien al entorno. Cierto es que, el primer día, fui objeto de burla por hacer la reverencia a una damita elegante que resultó ser doncella de Lady Parsons; pero es que, en estos parajes, nadie parece haber pisado jamás una boñiga de vaca.

Como te dije en mi carta anterior, el objeto de nuestra visita era pararle los pies a cierto Mr. Horatius Binkley, pariente y rival de Monsieur en el afecto de su vieja tía, a la que reconocerías en cualquier parte por su extraordinario parecido con un arenque ahumado.

El asunto era peliagudo. Monsieur esperaba un combate entre un peso wélter y un peso mosca, pero el tal Binkley resultó tener mucho juego de piernas.
Si algo odio en esta vida, aparte de la resaca de licores dulces, es un mozalbete blandurrio y zalamero. El señorito Horatius es muestra y botón de esa retorcida especie. 

Me percaté en seguida de que no era de los que descalifican a su rival, sino que recurría a la técnica del elogio envenenado:
Cada vez que Lady Raspa despotricaba de Monsieur, el muy ladino apostillaba un “perdónale, tiíta. Ya sabes cómo es”, y cogía en brazos al chihuahua de la vieja, una birria achacosa llamada Panchovilla.

Los días iban pasando, y aquél gusano de Horatius remontaba posiciones como un purasangre, mientras mi señor era relegado a la condición de oveja negra.
Aquéllo iba de mal en peor, y la creciente cordialidad entre Horatius y Panchovilla era la prueba irrefutable.

Mi conocimiento de la psicología animal me puso en camino de la solución: Panchovilla era el campo donde libraríamos aquella batalla.
Así se lo hice saber a Monsieur, pero sus torpes intentos de aproximación al can se saldaban con una dentellada y una mirada de reproche por parte de la tía.

Cuando vi que el perro elegía la tumbona del maldito Horatius para dormir la siesta, estuve a punto de tirar la toalla.

Pero soy un Porridge, y un Porridge no se rinde sin presentar batalla. Como tú me enseñaste, “si no alcanzas la nariz de tu enemigo, échale arena a los ojos y patéale las pantorrillas”.

La tarde del último domingo había llegado. Las señoras sesteaban en la rosaleda, y el mezquino Horatius Binkley, con el aplomo de quien ha sido coronado por los laureles del triunfo, fue a buscar a Panchovilla para darle su cotidiana sesión de carantoñas.
Al no encontrarlo junto a Lady Raspa, se dirigió a su propia tumbona y metió la mano debajo, con la confianza de quien nunca se ha topado con algo verdaderamente horrible debajo de una piedra plana. Debo decir que su confianza se desvaneció de golpe, amputada por un mordisco feroz.

El alarido y las subsiguientes blasfemias, que pudieron oírse en varias millas a la redonda, sacaron a las damas de su letargo, colocándolas en un estado de perpleja indignación.

El espectáculo que se presentaba ante sus ojos era el de un desconocido Horatius, poseído por la furia, abalanzándose sobre el minúsculo Panchovilla, que en ese momento salía disparado desde un seto próximo.

Si bien sus intentos de acertarle una patada no se vieron coronados por el éxito, sus intenciones fueron nítidamente expresadas con un vocabulario que habría escandalizado a un estibador.

Cuando, tras perseguir infructuosamente a Panchovilla a través de varios macizos de hortensias, consiguió sobreponerse a su ira perricida, la mirada de Lady Raspa se parecía bastante a la de esa señora griega a la que pintan con un bisoñé de serpientes sobre la cabeza.

-¡Me ha mordido! ¡El maldito bastardo me ha mordido!

-¡Horatius! ¡Si ese es tu modo de comportarte, es mejor que vuelvas con hotentotes o donde demonios estuvieras!

No tuve tiempo para recrearme en el éxito. Oculto tras el seto, tiré de la cuerda con la que tenía precariamente sujeto al tejón debajo de la tumbona de Horatius. Ya sabes cómo se las gastan esos bichos: un descuido, y mi mano habría acabado como la del pobre desgraciado: algo a medio camino entre un guante de caucho inflado y las ubres de una vaca.

En fin... No quiero pavonearme, pero, con la sola ayuda de la Madre Naturaleza, repuse a mi señor en su justo lugar en el corazón y el testamento de la vieja dama. 
El talento de los Porridge ha sido enaltecido y mi posición doméstica es, me atrevería a decirlo, la de un sirviente que cuenta con el aprecio de su señor.

P.S.: Te adjunto un billete de veinte libras para que lo inviertas, con la comisión habitual, en nuestro pequeño negocio de préstamos.

Recibe el sincero afecto de tu socio y sobrino
Wilbur

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